miércoles, 22 de febrero de 2012

Urdesa Norte no Olvida.


Hace 17 años que no vivo en Urdesa Norte, pero sigue siendo mi Barrio. Esto es discutible, claro: estoy a 450 km, he tenido y tengo otros barrios, no lo circulo, ni lo vacilo. Entonces, tal vez no es mi barrio durante el día. Pero todas las noches, en mis sueños soy de ahí.


Mi casa de infancia (que ahora está en venta) queda frente al parque. En la misma cuadra de la iglesia del hermano Gregorio y su caos de cada 27. Como muchas, sufrió la transformación de la seguridad. Primero tenía el patio descubierto, luego un muro, luego rejas y luego se volvió una fortaleza.


Algunas tiendas de barrio: La de Robert Cadena, que siempre estaba afuera jugando dominó (o eran damas). La de León, un tendero exacto a Febres Cordero, y la del pan con abejas: miles de abejas revoloteaban entre las estanterías de un pan riquísimo. Con cada cliente, la dueña con cuidado retiraba las abejas antes de pasarles cada pan. Es impresionante la capacidad del guayaquileño para convivir con el surrealismo.


Mi casa era también un conservatorio, el conservatorio Manzano. Todas las tardes, después de las clases de música clásica, adolescentes con sueños de rock nos reuníamos a improvisar “jams” con guitarras acústicas tocando canciones grunge (generalmente no muy bien sacadas).


En el parque hay una cancha con arcos de fútbol y había aros de básquet. A mí no me gusta el fútbol sino el básquet. Un par de veces llegué primero que los futbolistas y les gané la cancha. Una vez que jugaba básquet con mi hermana, los futbolistas se cansaron de esperar que acabemos y jugamos al mismo tiempo. Esto les cabreó bastante. A la mañana siguiente amanecieron dañados los dos aros. Estaba claro que yo no pertenecía a ese lado de la calle. Yo era el chico del conservatorio. Unas semanas después mi papá construyó un aro de básquet en la casa.


Salíamos con mi ñaño casi siempre a las mismas fiestas, pero a veces nos separábamos. Yo tenía 16 años y no tenía llave de la casa. Era una época pre-celular y teníamos hora de llegada, así que más o menos calculábamos y coincidíamos.


Una de esas noches llegué antes y el decidió llegar mucho después. Me había tomado 4 cervezas que aunque ahora parecen una broma me tenían un poco mareado. Así que me daba vergüenza timbrar. Era la una de la mañana y me senté a esperar fuera de la casa. Por un rato sentí la extrañeza de estar solo en la madrugada, y luego empecé a sentirme cómodo. Los límites de mi casa se extendían a mi barrio, ahí afuera me sentía como en mi cuarto. Este parque sin aros de básquet es mío. No tengo frío, no tengo miedo. Esta calle es mía.


A las 4 y media llego mi hermano ¿Por qué no timbraste?... quería estar afuera un rato...¿3 horas en la madrugada sentado en la vereda?.. sí, me siento súper seguro en este barrio. El episodio se repitió algunas veces, pero la primera fue la mejor.


Meses después decido irme a estudiar, pero antes de irme de Guayaquil, me saco la pica y le pregunto a la señora de la tienda porque hay tantas abejas. Sonriendo me contesta: “un día llegaron”.


Pasaron 16 años y hace un año regresé una temporada al barrio y a mi casa. La usé de oficina para nuestra película: Sin Otoño, Sin Primavera (coming soon). Llené la casa y los alrededores de escenas y locaciones. Es una película urdesina?... más o menos... más de urdesa norte... urdesa norte que no olvida...


A diferencia del resto de la ciudad -que es más bien hostil con los rodajes (pitos, insultos y dificultades)- el barrio fue muy amable. Cada vez que cerrábamos una calle los vecinos se asomaban con curiosidad, si estaban en carros esperaban con paciencia. En una toma cruzan la calle de extras mi hija Olivia conversando con mi mamá a media cuadra de la casa.


Me doy cuenta que como me fui a los 17 nunca he sido adulto en este barrio. Tampoco ahora. Hacer una película es una actividad adolescente: hacer lo que te da la gana 16 horas al día gastando plata que no tienes. Me da la impresión que aquí siempre se puede ser joven.


Pasé por las tiendas, los futbolistas siguen viviendo por ahí, algunos tienen los trabajos de sus padres. Me reconocen como si fuera ayer, me saludan de “vecino”. No existe ningún rencor por el episodio de los aros. Llego con apuro a la tienda de la esquina pero me quedo pasmado.... las abejas ya no están ahí.


Tengo que preguntar. La misma señora me aclara: “un día se fueron”. En principio me decepciona, pero me alivia su lógica. Yo también tengo que acostumbrarme al surrealismo, y sé, que siguiendo esas misma reglas... “un día volverán”.


IMM