“La guerra terminaría si
los muertos pudiesen regresar.”
James Baldwin.
Hace unos días la discusión era de posturas, ya
violentas, pero igual posturas: Oponerse al paquetazo criminal vs. vagos déjennos
trabajar. Las dos podían ser analizadas y -tal vez- defendidas como tesis.
Neoliberales versus Socialistas y sus variables, una discusión tan antigua como
inútil cuando se trata de conversar con alguien que piensa diferente en un país
con poca capacidad real de debate. Yo creo fervientemente en que la humanidad
está (entre otros lugares) en comprender al que piensa diferente, en entenderlo,
en ser amigo no sólo de los iguales. En pedir en los chats de familia y del
colegio que no se hable de política para seguir siendo amigo de gente que
quieres desde niño y que ahora no entiendes que no pueda ver el mundo con tus
ojos, pero que estás seguro: no quieres dejar de querer.
Por supuesto, no es lo mismo una diferencia de
criterios político-económicos, que una diferencia sobre derechos humanos. Creo
que existen aspectos en los que las opiniones dejan de ser respetables: un
crimen de odio no puede ser defendido cándidamente con el paraguas de la subjetividad
y de Yo tengo mi opinión. El panorama es más complejo que blanco y negro, pero si eres racista, homófobo, regionalista, misógino,
clasista, etc. tu opinión ya no tiene ningún valor como opinión.
Un crimen de estado no puede ser justificado
porque: quiero trabajar y quiero paz.
Para poder desarrollar esta idea, es necesario
volver a citar a James Baldwin, ese fabuloso escritor/pensador de las minorías
que vivía con pasión y peligro su compromiso (que por cierto le costó la vida): "We can disagree and still love each other, unless your disagreement is rooted in my oppresion and denial of my humanity and right to exist", Es decir: "Podemos
estar en desacuerdo y amarnos, a menos que tu desacuerdo esté enraizado en mi opresión
y en la negación de mi humanidad y derecho a existir".
Mientras en los peores momentos de la lucha
social de estos días los medios formales juegan el papel vergonzoso de poner
telenovelas o el chapulín colorado, las redes sociales, el periodismo
ciudadano, y valientes medios alternativos liderados por jóvenes nos muestran
casi en tiempo real como cada día de marcha los derechos humanos son más quebrantados.
Nos asombramos con la capacidad de empeorar, de caer un escalafón más abajo: El
supuesto uso progresivo de la fuerza, que desde el día uno fue vulnerado se
vuelve inversamente proporcional al desuso progresivo del cerebro por parte del
gobierno. La paradoja es chistosa, pero no hace reír.
El país se derrumba, pero los seres humanos no
estamos sufriendo por los adoquines, el patrimonio y las paredes coloniales, eso,
con todo el valor que tiene, vale mucho menos que una vida humana. Hoy,
mientras escribo esto, veo el video viral captado por un celular de como un
francotirador de la policía le dispara en la cara a un manifestante que, envuelto en una
bandera del Ecuador se protegía con un cartón. Esta imagen nos destruye por
dentro a todos. Ningún canal de televisión reproduce esta noticia o ninguna
similar. Pero sí reproducen en primera plana la agresión número 56 a un
periodista, agresión cobarde y miserable, similar a las primeras 55 agresiones
a periodistas, todas ellas causadas por la policía, que en cambio fueron
ignorados por sus colegas.
Todos los que compartimos una generación de 40 y
pico de años en Ecuador nos hacemos hoy la misma pregunta: ¿Cómo se convirtió
María Paula Romo en ese monstruo de: represión, mentira institucionalizada y
odio civil? ¿En qué momento la enfermedad del poder transformó a la
izquierdista-feminista; primero en
socialdemócrata, luego en neoliberal, luego en socialcristiana y ahora en
represora de los derechos humanos, y cómplice de crímenes de lesa humanidad? ¿Y
sus coidearios: Norman? ¿Hasta qué punto siguen tuiteando argumentos
neoliberales y empiezan a hacerle frente a los derechos humanos vulnerados?
Después de los primeros días de manifestación, se
evidenciaba en la ciudad con más desigualdad del Ecuador, mi querido pueblo: Guayaquil,
que las protestas degeneraban fácilmente hacia el vandalismo basetero propio de
la miseria y la desesperación de la pobreza y la marginalidad. Esto por supuesto desató el discurso clasista.
Es increíble el síndrome de Estocolmo de la ciudad que no entiende la relación
entre esa pobreza y tantos años de municipio socialcristiano, de roldosismo, de
robaburros, de iglesias evangélicas, desigualdad social, de conservadurismo y
exclusión. Nebot empeoró todo: Los vándalos no son indígenas ni serranos ni
bajaron del páramo sr. bigotón alcalde racista (porque sí, el bigotón sigue
siendo el alcalde). Los vándalos son guayacos de cepa, maderas de guerrero, barcelonistas
y emelecsistas, con hambre y sin ley.
Al mismo tiempo los indígenas nos dan lecciones
que parecían olvidadas: la capacidad de reacción social, de preguntarnos quienes
somos, quienes podríamos ser: nos revelan la incapacidad urbana de
organización, nos comparten otra forma de justicia (basta recordar la imagen -que será histórica- de los propios policías cargando el féretro de las víctimas), nos recuerdan la tara del individualismo y la incapacidad occidental de
trabajar desde lo comunitario. Nos recuerdan que todos llevamos adentro la colonia, y que estamos lejos de superarla.
Vivimos tiempos penosos en Ecuador. Cada crisis
política desnuda nuestro subdesarrollo: Debemos dejar de usar argumentos para
justificar los abusos a los derechos humanos. Los derechos humanos no son
simplemente puntos de vista. Cuando la derecha justificó las muertes apareció
el fascismo, cuando la izquierda justificó las muertes apareció también el
fascismo. El fascismo no tiene ideología.
Mi tío Juan Hadatty, decía una frase que siempre
me marcó: "No hay peor reaccionario que el progresista arrepentido".
Él se refería en su época a militantes que traicionaron sus ideales, desde Guevara Moreno el primer populista. Ese ejemplo se puede
contar muchas veces en Ecuador: los trotskistas que luego se fueron a hacer
opinión desde Miami, los que militaban en el MIR y luego trabajaban para USAID,
el mismo Lenin Moreno que en el fondo lo que quería es ser parte de una élite
contra la cual marchaba en su juventud. Y por supuesto, tal vez la mayor
decepción de nuestra generación: María Paula Romo (¿Plomo?) quien le reclamaba
a Correa su capacidad de represión y el no seguir los debidos procesos. Ella no
sólo se convirtió en lo que más repudiaba, ignorando todos los procesos
humanitarios, sino que lo superó y nos retrocedió 33 años en ocho días, haciéndonos
recordar que esa máxima: el poder
corrompe, sigue siempre vigente.
por Iván Mora Manzano
fotos de: Luis Herrera
fotos de: Luis Herrera